Hace 25 años, no imaginé que me enfrentaría a una de las misiones periodísticas más riesgosas que asumí en esta ya dilatada carrera.
Ocurrió en octubre de 1997 cuando el diario El Colombiano me encomendó viajar a Puerto Valdivia, Antioquia, a cubrir el desplazamiento de campesinos expulsados por las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) del corregimiento El Aro, de Ituango (su verdadero nombre es Builópolis, en honor a su fundador, el ilustre monseñor Miguel Ángel Builes).
De El Aro nadie sabía nada y lo poco que pude averiguar era que se trataba de un caserío ubicado en las estribaciones del Nudo de Paramillo, en ese entonces, disputado por las Farc y las Auc, por su estratégica ubicación geográfica y porque era un corredor natural para trasladar coca y armas.
Durante muchos años las Farc fueron dueñas y señoras de esa región, al punto que cooptaron por la fuerza todo el apoyo del campesinado, pues ejercían, de cierta manera y producto del abandono estatal, como las únicas autoridades, obvio, imponiendo su “ley revolucionaria”.
Meses antes, en una entrevista, el famoso líder de entonces de las Auc, Carlos Castaño, anunció que soñaba con pasar el 31 de diciembre de ese 1997 durmiendo en el Nudo del Paramillo, lo que implicaba que se metería al Nudo, con toda su artillería, a disputarle el dominio a la guerrilla, así tuviera que pasar por encima de la población, como en efecto ocurrió. Muestra de ello son las masacres de El Aro y La Granja, los dos corregimientos más cercanos al Paramillo.
Cuando llegamos a Puerto Valdivia la mayoría de habitantes de El Aro estaba desplazada en la escuela de este corregimiento de Valdivia; por eso, al llegar y escuchar sus testimonios de cómo había sido esa incursión, tanto Jesús Abad Colorado (el fotógrafo que me acompañó y, tal vez, el lente más sensible para desnudar los horrores del conflicto colombiano) tuvimos la misma impresión: como fuera había que subir a El Aro.
Vea además sobre la masacre de El Aro:
Nos contaron que estuvieron cinco días a expensas de las AUC, que los obligaron a quedarse todo el día afuera de sus viviendas, en fila, al sol y al agua, y como testigos de los 14 asesinatos que cometieron allí, todos signados por la tortura y la humillación.
Por ejemplo, a Aureliano Ariza, el único tendero del pueblo, lo obligaron a suministrar el alimento que demandó la tropa paramilitar y no solo eso sino que su esposa les tuvo que cocinar durante esos “cinco días de infierno”.
Esa fue la última víctima, a la que ultrajaron hasta sacarle los ojos y el corazón, delate de sus dos pequeños hijos y su esposa, quienes tuvieron que enterrarlo en una de las bóvedas vacías del cementerio local, tumba a la que solo le pudieron ajustar la tapia con dos pequeñas piedras.
Con estos testimonios en nuestras manos, Jesús Abad y yo decidimos que había que emprender el viaje, al costo que fuera y, para eso, contratamos los servicios de un baquiano, para que nos guiara, y alquilamos unas mulas, y compramos alimentos con mucha carga calórica.
Con eso enfrentamos un camino agreste, lleno de brechas, bichos, maleza, precipicios y riesgos. Diez horas duró el trayecto hasta El Aro, porque partimos a las cinco de la mañana y llegamos a las tres de la tarde.
Cuando subíamos solo encontramos el vacío y el silencio de la montaña y parte de las 700 cabezas de ganado que se robaron los paramilitares, arriada por tres hombres que ni se percataron de nuestra presencia.
Ya en El Aro los testimonios recogidos en Puerto Valdivia empezaron a convertirse en realidad, pues nuestros ojos vieron un pueblo saqueado por los cuatreros y las llamas, como la foto que adjunto con este artículo, de Jesús Abad.
Todo estaba convertido en cenizas, inclusive, hasta la voluntad de unos pocos habitantes que aprovecharon la presencia del Ejército –ya haciendo control de la situación, cinco días después de la salida de los paramilitares- para rescatar lo poco que habían dejado las llamas.
Ante esta realidad, Jesús Abad y yo solo tuvimos una sola impresión: regresar cuanto antes y contar lo que había pasado. El viaje de regreso fue más tortuoso, porque tuvimos que bajar por los riscos por donde habíamos subido, pegados al lomo y confiando en la intuición de las mulas, en medio de las sobras de la noche y guiados por una pequeña luz que nos indicaba dónde estaba Puerto Valdivia.
A las tres de la mañana llegamos al pueblo, muertos de hambre, presas del pánico y el cansancio y con lodo hasta las orejas. A esa hora, los campesinos nos recibieron como héroes, aterrados también por un regreso que creían imposible.
Las historias danzando en nuestras cabezas nos impidieron dormir y, más bien, nos impulsaron a bañarnos, comer algo y comenzar a escribir.
En contexto: