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En el municipio de San Onofre, Sucre, hombres gais fueron obligados por una estructura paramilitar a pelear en rines improvisados de boxeo por el solo hecho de ser afeminados o de ser maricas, fueron obligados a golpearse entre ellos, incluso hasta la muerte, para demostrar quién era más hombre, quién se acomodaba mejor al modelo de sociedad que estos grupos paramilitares pretendían imponer a la fuerza.
Los panfletos, que fueron un medio de intimidación en casi todo el territorio nacional, señalaban siempre la inminente exterminación de ladrones, marihuaneros, maricas y machorras, pretendiendo la mal llamada limpieza social.
Estos son algunos de los apartes del informe final de la Comisión de la Verdad sobre el conflicto armado colombiano, suena muy doloroso, pero me resultó más doloroso leer que todo esto, más las violencias correctivas, los desplazamientos forzados, los homicidios, ocurrieron con la complicidad social, pueblos que permanecieron en silencio y que incluso en algunas ocasiones aplaudieron las agresiones hacia las personas LGBTIQ+.
El informe de la comisión de la verdad y el informe Aniquilar la diferencia coinciden en señalar que en Colombia ha existido un continuum de violencia en contra de las personas LGBTIQ+ que se recrudeció con los episodios más crueles del conflicto armado y que después de ellos se ha continuado renovando.
Fue justamente ese continuum, esa complicidad, ese silencio los que permitieron la dureza de la victimización de las personas diversas. ¿Qué tanto normalizamos el conflicto armado en Colombia, qué tanta empatía tuvimos y tenemos con los millones de víctimas, qué tanto comprendemos lo que significó y significa la guerra en nuestro país?
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