Las comunidades étnicas han tenido varias luchas a través del tiempo, debido a una discriminación estructural que data de la colonización. Una de estas luchas es el reconocimiento al trabajo de las mujeres originarias.
Bartolina Sisa, indígena aimara asesinada el 5 de septiembre de 1782 en La Paz, Bolivia, fue una de las tantas lideresas que lucharon en contra del proyecto colonizador de los europeos y que inspiró la conmemoración de esta fecha como el Día Internacional de la Mujer Indígena y que se ratificó en el Segundo Encuentro de Organizaciones y Movimientos de América, en 1983.
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En América Latina, el porcentaje de mujeres es de 23 millones que pertenecen a 670 pueblos, siendo ellas el núcleo de la transmisión intergeneracional de los conocimientos culturales y la protección espiritual e intelectual de esa identidad, que incluye en una carrera por la supervivencia de su lengua y su representación.
En países como Colombia, la mayoría de la población de mujeres indígenas se ubica en un 77 % en la parte rural y, son ellas, quienes portan el vestuario tradicional, practican la espiritualidad mediante la medicina ancestral que ellas mismas cultivan; son quienes se encargan de la preparación de los rituales desde los alimentos ancestrales hasta las expresiones artísticas de danza y canto y que al salir a la ciudad se van olvidando.
Los retos que representa la ciudad es que es un ambiente hostil para una mujer que tiene que desprenderse de su territorio por cuestiones académicas, de trabajo, de violencia y/o desplazamiento forzado. Todos estos móviles hacen que primero exista un desarraigo con su lugar de origen, que también exista un desconocimiento de su nueva cultura, a la cual tienen que acomodarse por defecto de socialización.
Con las mujeres, además, existen violencias psicológicas por los estereotipos de mendicidad, pobreza y servidumbre que existe sobre esta población. Violencias físicas, familiares y violencias epistémicas por las barreras de lenguaje, la no aceptación de sus vivencias como insumo étnico.
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